Recuerdos de olor a miel. En las colmenas.

Mis primeras visitas a las colmenas

Sería yo muy pequeño cuando mi padre empezó a llevarme con él a las colmenas. Aunque no me atrevería a aventurarme a decir a qué edad fue, de lo que si estoy seguro, porque aún conservo el recuerdo de algunas de las sensaciones sentidas, es de que eran experiencias que me encantaban; desde el ritual de vestirnos para ir al colmenar hasta la excitación producida por la idea del supuesto peligro al que nos íbamos a enfrentar y, por supuesto, la fascinación ante  el pequeño mundo al que nos asomábamos.

Por aquel entonces, cuando veníamos los fines de semana a Hoyo, yo siempre llevaba debajo del brazo una carpeta marrón, creo recordar que de alguno de los congresos numismáticos o filatélicos a los que mi padre asistía, lleno de fotografías de animales. Me sabía los nombres de todos ellos, e imagino que mi esperanza era poder identificarlos si alguna vez los veía por «La Ladera». Cosa que sin duda habría sido de enorme interés científico, habida cuenta de que las fotografías habían sido recortadas de algunos fascículos repetidos de una enciclopedia de fauna salvaje dedicados al continente africano.

Por eso, por la fascinación que entonces y aún hoy siento por los animales, estoy seguro de que aquella primera experiencia en las colmenas tuvo que ser para mí muy especial.

La ropa que solíamos ponernos para ir a las colmenas, consistía básicamente en alguna de las prendas viejas que para tal fin tenía mi padre, porque por aquél entonces no tenía ningún mono de apicultor. Las caretas, alguna de las cuales aún se conservan en el museo del Aula Apícola, habían sido fabricadas por mi abuela, con un viejo casco rojo uno y sombreros de paja las otras, y con retales de tela metálica.

colmenas de La Ladera

Lo que más me gustaba, era encender el viejo ahumador de «La Moderna Apicultura» que usaba mi padre, lo cual tenía su truco, pues se trataba de conseguir que el combustible empleado produjese humo sin llama y no se apagara, para lo que no había nada mejor que las boñigas secas del burro de los guardeses.

Probablemente fuera en esas primeras visitas en las que aprendería la importancia de observar la piquera de las colmenas, para intuir su estado ya antes de abrirlas; el mayor o menor flujo de abejas, la entrada de abejas con polen, etcétera.

Y si en mi anterior relato hablaba de la huella dejada en mi subconsciente por el olor a miel, no menos importante fue la dejada por el sonido constante del zumbido de las abejas. Un sonido que aún hoy, muy al contrario de lo que les sucede a otras personas, tiene el asombroso poder de relajarme, como el rumor del mar o el provocado por el viento al mecer las ramas de los árboles. Quizás sea por su poder para evocar el recuerdo de aquellos despreocupados días de verano de mi infancia.

Aunque claro, también tuve alguna que otra experiencia desagradable. Pero eso, os lo contaré otro día…

Nacho Morando

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