Peripecias de un apicultor novato. Cambio de residencia.

Peripecias de un apicultor novato: episodio decimoquinto.

Aquel invierno de principios de los ochenta cayó agua a raudales y las torrenteras desbarataron el camino de acceso a mi colmenar. Repararlo por mi cuenta me hubiera resultado demasiado costoso y, aunque se trataba de un camino vecinal, las entidades locales de entonces sobrevivían de mala manera y carecían de recursos. Hubiera resultado inútil exigirles su reparación. Era tal el estado de degradación del camino, que me hubiera sido imposible transitar por él con mi R-6 y, sin éste, yo no podría efectuar las numerosas idas y venidas para el laboreo que requerían más de sesenta colmenas. Así que no tuve más remedio que tratar de localizar otro emplazamiento más cómodo.

Llevaba ya muchos años en aquel lugar y, si me exigís mayor precisión, creo que, aún a costa de equivocarme, fueron unos veintitrés. Aquel sitio era ya para mí algo entrañable, como puede ser para un niño el pueblo en donde ha nacido y ha pasado su infancia. Allí habían tenido lugar mis mayores vivencias de apicultor novato. Me resultaba algo tan familiar, que me costaba levantar el vuelo…

Pero no me quedaba otra salida. No tardé demasiado en encontrar otro nuevo emplazamiento. Se trataba de la amplia oquedad que había dejado la explotación de un antiguo banco de arena vegetal, próxima al río y rodeada vegetación típicamente mediterránea como cantueso, jaras, tomillo y alguna que otra joven encina. Dada la proximidad del río, se denominaba aquel lugar “El Pozo Negro” y en los alrededores comenzaban a surgir jóvenes y elegantes choperas, que, sin impedir la entrada del sol,  hacían de parapeto contra los vientos del sur.

No obstante, existía un inconveniente no despreciable y éste no era otro que un paso a nivel del ff. cc. Si dada mi relativa juventud (unos cincuenta años) lo consideré entonces superable, con la torpeza natural del paso de los años y el recuerdo permanente por parte de mi familia del peligro que suponía cruzarlo, habrían de ser razones más que suficientes para obligarme a abandonar definitivamente la actividad apícola. Y no penséis que por el cansancio de ser apicultor, sino tal vez por el desánimo para volver a cambiar de emplazamiento. Era ya la cuarta muda. De todos modos, no fue tan inmediata mi decisión, pues para ello tuvieron que pasar al menos otros quince o dieciséis años.

apicultor novato 15

«a últimos de febrero se cubría totalmente de amarillo y anunciaba con su aroma la proximidad del colmenar ya a bastante distancia»

Recuerdo que, cuando llevaba en ese lugar dos o tres años, al regresar de vacío de uno de mis innumerables viajes de vendedor y pasar próximo a una plantación de mimosas, arranqué un plantón y lo enterré al lado de mi colmenar. Con los años se fue haciendo grande y echando tal cantidad de retoños, que ya a últimos de febrero se cubría totalmente de amarillo y anunciaba con su aroma la proximidad del colmenar ya a bastante distancia.

Aquel lugar terminó siendo también un lugar de esparcimiento de mis hijas. Muchas tardes de domingo, nos íbamos toda la familia y disfrutábamos respirando el aire limpio bajo el zumbido de las abejas. De esta manera, fueron familiarizándose presencialmente con la recogida de enjambres, la colocación de las alzas y la cata. Todo lo que permitía, naturalmente, su participación o su presencia sin exponerlas al dolor de los aguijonazos. Por más que alguno sí les tocó.

José Núñez López, enero 2015

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